jueves, 13 de septiembre de 2012

2 El gancho del lado oscuro

Hay una frase que en mi época atea (hace un verano, literalmente) me encantaba, y que era: "Las chicas buenas van al cielo; las malas, a todas partes."

Es una gran verdad, al menos en el sentido más inmediato de "ir a todas partes".

Ser malo (en el sentido más amplio de la palabra), para empezar, es muy divertido. Salir a desfasar, por ejemplo, produce unas descargas de adrenalina brutales. Las drogas, todas, son muy placenteras, qué duda cabe. Si no, la gente no las tomaría. Que te cuenten a la mañana siguiente con quién te enrollaste porque ibas demasiado ciega para acordarte de nada, suele ser gracioso (habitualmente más para tus amigos que para ti, todo hay que decirlo). Ligar con todos los chicos de la discoteca, sentirte deseada y poderosa (aunque en el fondo sepas que a partir de cierta hora se liarían con una ornitorrinca, si la ornitorrinca se deja) es un chute de autoestima tremendo. Y saber que podrías llevarte a cualquiera de ellos a la cama con solo chasquear los dedos, y al día siguiente darle puerta sin siquiera preguntarle su nombre... ¡Es genial! Te hace sentir libre, que haces lo que te da la gana, que manejas a los chicos como quieres. Pasar todos los sábados de fiesta, vestida para matar, y pasar el resto de la semana contando el fin de semana pasado y pensando en el siguiente es, desde luego, bastante más entretenido que ir a clases que no te interesan o tener un trabajo mal pagado. Total, tal y como está la economía, mejor esperar...

Pero las chicas malas hacen más cosas que irse de fiesta. En algún momento encuentran un trabajo que vale la pena, claro que sí. Tienen claro lo que quieren (ganar mucha, mucha pasta) y lo consiguen. Por supuesto, todo tiene un precio. Y siempre hay un superior dispuesto a patrocinarte a cambio de nada... o casi nada. El hecho de que esté casado, oye, es su problema. Es un cerdo, y los cerdos están para aprovecharlos, ¿no?

Y qué decir del halo romántico. La sensación de no tener nada que perder, de saberte en ventaja sobre los demás porque ellos tienen debilidades que tú desprecias.

El placer de conseguir cosas que otros no consiguen y restregárselas.

El saberte fuerte y despiadada.

Qué satisfacción.

Y esta es solo una de las formas de ser malo, la que se me ha ocurrido. Seguro que a ti se te ocurre otra mejor que te encantaría vivir. Y seguramente que a mí también me gustaría. Entonces, ¿por qué no lo hacemos? ¿Por qué algunos eligen trabajar duro, hacer sacrificios, ayudar a otros y arriesgarse a amar?

Una de las razones es el sentido. Ese "ir a todas partes" del que hablábamos al principio (ser importante, sexy, tener dinero), en realidad, tiene las patas muy cortas. Los momentos de placer, de ese tipo de placer, son cada vez más cortos y más vacíos, y todo a su alrededor, toda tu vida, tiene cada vez menos razón de ser. Y un día te despiertas en la cama, probablemente con resaca, y te preguntas para qué vas a levantarte. A quién le importa si no lo haces. Y nadie responde, solo sientes dolor de cabeza.

El amor, sin embargo, es duro. Y bastante poco práctico. Te quita tiempo para ti. Hace que busques el bien de los demás antes que el propio... ¿no es estúpido? ¿No es mejor que cada uno mire por sí mismo? Pero, curiosamente, no. Con el tiempo descubres que no vas a ascender en tu vida porque en lugar de quedarte a echar horas prefieres dedicarte a tu familia; que vas hecha un cromo, con cara de sueño, ropa de hace dos temporadas y el pelo sin arreglar; que hace seis meses que empezaste un libro y todavía vas por la página veinte. Y te das cuenta de que, sin embargo, eres tú quien lleva alegría a los demás, que te ríes por cualquier cosa, que a ratos sientes que el corazón te va a estallar de felicidad y de esperanza.

Va a ser que, después de todo, estamos pensados para amar.

Actualización: casualmente el post de hoy de Joan Figuerola va sobre el sentido de la existencia. Aviso a navegantes: es hardcore.


2 comentarios:

 

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