viernes, 14 de diciembre de 2012

5 Ya no podré hablar de otra cosa

No me resisto a compartir contigo parte de este artículo sobre la recurrencia del amor que ha escrito Josefer. El artículo entero merece mucho la pena, pero me ha llegado especialmente a la patata este párrafo:
(...) Porque el pensamiento no inquieta tanto al hombre como su vida misma, como sus actos, como sus pasiones, como sus deseos y sus movimientos. Las ideas, por muy puras y bien expresadas que estén, empujan en cierto modo, pero hasta que no se prueba, gusta y degusta no se sabe realmente de qué se está hablando. Y, ahora así, quien se ha dejado llevar, quienes se han sentido conquistados y derribados por el amor más grande, no podrán volver a hablar de otra cosa, tendrán la sensación de decir siempre lo mismo, de poder concretarlo todo en una sola frase. Ahora sí que es verdad aquello que en palabras se anunciaba, y se ha hecho carne, definitiva y para siempre, lo que se presentaba como ensoñación o privilegio de seres que no eran de carne y hueso. Hasta que el hombre no conoce en su propia vida, en su propia historia, en su propia piel el amor hablará en ocasiones de él, y vagamente, pero cuando el amor le ha herido estará para siempre pendiente de su hendidura, del lugar por el que se coló otra sangre, de la grieta que se ensanchaba para derrocar apariencias, vaguedades, sutilezas.
Nada vuelve a ser lo mismo cuando Dios abrasa tu corazón. Y, para los que te rodean, es complicado. De eso ya hemos hablado: el converso es un pesado, un cansino. Lo de Zipi y Zape con el fútbol casi parece sano frente a la obsesión temática del converso.

Y no amaina: crece. La buena noticia para los afectados por la onda expansiva es que se va aprendiendo, poco a poco, a hablar de Dios sin palabras, igual que se aprende a orar sin palabras. Casi diría que en el mismo acto. Uno aprende a hablar, a gritar sobre Dios con los actos, con la mirada (con lo que los demás ven en mi mirada, y con cómo miro yo a los otros), con los gestos, con la sonrisa. Con todo el cuerpo, y digo todo: mi cuerpo, mi yo, me relaciona con los demás, y todas mis relaciones pueden hablar de Dios. Con el trabajo, con cómo lo hago y cómo estoy en él; con el ocio.

Pensando en esto, he comprendido otra dimensión del pecado. El pecado es lo que me hace callar, hablar de otras cosas que no son la que yo amo; de cosas que me encierran en mí misma. El pecado interrumpe el diálogo: entre Dios y yo, entre mis hermanos y yo.

Ya no podré hablar de otra cosa, no. Ni quiero. Sufriré silencios, muchos. Tendré que aprender a hablar de nuevo, cada mañana, una y otra y otra vez. Pero no me importa. Ya sabes: los enamorados estamos un poco locos...

5 comentarios:

  1. Hola! Soy la anónima de antes (perdona, que no firmé). Acabo de leer el manual del converso coñazo y me ha encantado también. Tienes "club de fans"? Me puedo apuntar?
    En serio, querida, me has alegrado el viernes. Aquí una "católica de toda la vida" a la que no sabes el bien que le hace leer cositas sobre ese "amor de juventud" que tenéis los conversos.
    Te mando un beso enorme desde la capital del Reino.

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  2. ¡¡Jajajaja!! Muchas gracias, Magais. Este amor tiene sus cosas pero, nuevo o de toda la vida, no lo cambio por nada, ni por la vida misma. ¿Verdad?

    ¡Epero seguirte leyendo por aquí!

    Un abrazo.

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  3. Y es que me identifican tanto tus palabras! A pesar de que me enamore joven, si estuviese en mis manos lo hubiese hecho desde que abrí los ojos. Que bellas tus palabras, bendiciones.

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    1. Tus palabras me dan esperanza. Espero sentirme como tú conforme vayan pasando los años.

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  4. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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