jueves, 28 de febrero de 2013

0 Obedeced a vuestros amos

A Benedicto le ha faltado tiempo, angelito mío, para prometer obediencia al nuevo Papa. Se ve que es un fardo que estaba deseando quitarse de encima; no solo el fardo del poder, sino el de la ausencia de obediencias, que puede ser igual de duro.

La obediencia, en efecto, es una manera de libertad. Me libera de la carga de estar contínuamente tomando decisiones, de algunos arrebatos traicioneros del orgullo, y también de cierta forma de soledad. La obediencia, cuando nace de la confianza y de la búsqueda común del bien, es un puerto seguro donde atracar y una fuente de satisfacciones. Bendita obediencia, como la llamaba San Rafael Arnaiz, incluso (especialmente) cuando le fastidiaba.

Sin embargo, se me hace curioso tener estos pensamientos al leer la promesa del ya Papa emérito, porque yo, precisamente, no soy una persona de obediencia fácil. Suelo ser de esas personas que, cuando no les convence lo que les ordenan, empiezan por las objeciones, luego pasan a la bronca abierta y, si no consiguen nada, a la resistencia pasiva. Probablemente porque las relaciones de poder en mi realidad diaria suelen ir en perjuicio de las personas que trabajan conmigo y en beneficio personal e intransferible de los que dan las órdenes. Digamos que hay días en que las instrucciones que recibo son del tipo "Desuéllame a ese señor, que me va a quedar genial en el salón como alfombra, bajo la mesita de té."

"Esclavos, obedeced a vuestros amos", dice San Pablo. Muchas veces le he dado vueltas a este pasaje sin entenderlo. ¿Debo yo, como esclava (léase empleada) obedecer órdenes que dañan a otros? ¿Es esa la idea? ¿Y, tal vez, enseñar a los oprimidos a aceptar sus problemas con resignación?

¿Qué hubiera hecho Jesús? Él no dijo a los publicanos que dejasen de cobrar impuestos desorbitados al pueblo: solamente les dijo que no cobrasen de más en su beneficio. ¿Sería porque tampoco esperaba demasiado de ellos, porque se conformaba con que no robasen? No. Cristo siempre pide el cien por cien, el de cada uno. Y el cien por cien de los publicanos era hacer su desagradable trabajo correctamente. El mismo Jesús paga puntualmente sus impuestos (a veces a regañadientes, pero no hubiera sido hombre, en el sentido masculino, si no hubiese refunfuñado un poco). Y, de hecho, decepcionó bastante a sus contemporáneos al negarse a ser un caudillo político que liberase al pueblo judío del romano opresor.

¿Dónde queda, entonces, la justicia? La respuesta, creo yo, es que no siempre "equidad" es sinónimo de "justicia", si entendemos justicia como una cierta presencia del Reino de Dios, como una forma de amor. Es decir, un mundo mejor repartido, más cómodo para todos, no es necesariamente más justo. Será más agradable, pero no necesariamente estará más cerca de Dios, igual que una mejora en las condiciones salariales de una persona puede acercarla al móvil de sus sueños de esta semana, pero no tiene por qué acercarla tampoco a Dios.

Siempre que tengo un problema de conciencia me suele ayudar la pregunta de San Ignacio: ¿Cómo puedo amar más, y cómo puedo amar mejor? Naturalmente, si amo a una persona, deseo su bienestar, en todos los aspectos. Pero preocuparme de que (por ejemplo) mi hija tenga todo lo necesario no debe hacerme perder de vista, por un lado, que lo importante es su crecimiento y su educación, y por otro, que no todo lo que me pida es bueno para ella. En el escenario que nos ocupa, el procurar las mejores condiciones laborales y vitales de una persona no debe despistarme de que lo importante no es eso, sino su relación con Dios. Al fin y al cabo, aquí vamos a estar solo unos añitos, pero lo que verdaderamente está en juego es la vida eterna.

Amar más y mejor, y no solo a los que ya amo sino, quizás especialmente, a los que les oprimen. La pregunta correcta no es si debo obedecer, sino a dónde puede llevar mi obediencia, o mi desobediencia, a aquellos que debo amar. Seguramente la mejor respuesta no sea otra que mostrar la justicia de Dios en carne viva, como se mostró en la Cruz: evidente, enraizada en el amor más profundo, interpelante. No buscar tanto la igualdad como la llamada al corazón, la mirada a Dios y al hermano, la entrega más allá del deber o de la equidad, la voluntad de servicio, la auténtica libertad.





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