lunes, 10 de septiembre de 2012

0 Radicales libres

Hasta que no me hice católica no comprendí por qué a los curas se les llama "ministros": es imposible quedar con ellos. Al menos con el de mi parroquia. Cuando no está con los obreros de la obra social, está confesando a ciento y la madre en un retiro de no sé qué, o se tiene que ir pitando al pueblo de al lado a sustituir a no sé quién. Y no lo busques en misa, porque el horario cambia de un día para otro y es como las telenovelas venezolanas: si te pierdes un capítulo ya no te ubicas nunca más.

Otra opción que manejo es que el hombre ya me va conociendo y me rehúye, que también puede ser.

Sea como sea, el caso es que ayer por la tarde llevaba como dos semanas intentando confesarme, y que no había forma, cuando mis queridos franciscanos me llevaron a misa a la Basílica de Jesús de Medinacelli, en Madrid. La Basílica de Jesús de Medinacelli es una especie de centro comercial de la fe: un poco impersonal, demasiado populoso para mi gusto, pero a cambio muy práctico. Puedes confesarte casi en cualquier momento (incluso mientras se celebraba la misa, la gente hacía cola para entrar a los confesionarios atendidos por los monjes), y una misa se sucede a la otra para adaptarse a todos los horarios.

Así que me tiré a la piscina. Me pegué con un par de señoras por un turno en la cola del confesionario y, más o menos indemne, me dispuse a entrar en una de aquellas cajas extrañas (yo siempre me había confesado "a la moderna", sentada con el sacerdote en un banco de la iglesia o en una mesa). A mí aquel sistema tan tradicional no me terminaba de convencer. Y cuando vi llegar al confesor se me terminó de caer el alma a los pies: era un fraile viejísimo, casi centenario, enjuto y de expresión severa. "La cagamos", me dio por pensar, "este me destroza viva". No es lo mismo contarle tus cuitas a un chico de tu edad que a un señor que probablemente conoció a Góngora y que, además, a saber cuántos años lleva sin salir de un convento. Cómo va a comprenderme.

Así que cuando entré en la caja iba dispuesta a salir de allí sin pellejo y a trocitos.


...

Mi propio abuelo no me hubiera escuchado con tanto amor. Aquel anciano, que tenía por delante una cola interminable de gente que quería hablar con él, me hizo sentir que era la única persona que le importaba en el mundo. Me guió con paciencia, con un cariño infinito; quitó importancia a mis preocupaciones, me infundió ánimo, esperanza y alegría. Me hizo comprender que nadie me juzgaba con más severidad que yo. "No te preocupes, que nadie es perfecto, mujer", me decía. "Que Dios nos ama con nuestros defectos también". En algún momento tuve la sensación de que el buen fraile hubiera roto la celosía para darme un abrazo.

Y creo que, de alguna forma, lo hizo.


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