jueves, 30 de agosto de 2012

1 ¿Manda Dios a la gente al Infierno?

 
Parece un poco contradictorio, ¿verdad? Dios, que nos ama por encima de todo, que es misericordia, que todo lo puede, ¿cómo podría condenarnos a un castigo eterno y sin posibilidad de reducir la pena? Sin embargo, en esto los Evangelios y la Iglesia son claros: el Infierno existe.
 
Sin embargo, lo que no dicen es en qué consiste exactamente. Es algo que solo podemos suponer. Pero si miramos qué es lo que más teme un cristiano, nos podemos hacer una idea.
 
Lo que más teme un cristiano, más que el dolor, la muerte o la pena, es dejar de sentir el amor de Dios.
 
Si, como dice mi catequista, el Infierno es la falta de amor, la ausencia de Dios, el Cielo sería tener a Dios muy, muy cerca. Estar en Su presencia  Pero, aún así, ¿nos negaría Dios entrar en ese Cielo, por mucho que hayamos pecado en vida? ¿Nos apartaría de sí para siempre, pudiendo tener un gesto magnánimo y acogernos?
 
La respuesta nos la da José Pedro Manglano, apoyándose en San Juan, en su libro Dios en on:
 
Esto es: Dios es puro, y quien quiera entrar en su intimidad -quien tienda y espere eso- debe purificarse a sí mismo. 
¿Qué quiere decir? ¿Por qué? Recordemos que el Cielo no es un lugar. Ir al cielo no es pasar de un sitio que se llama tierra a otro que se llama cielo. Si fuese así, todos podrían ir al cielo, pues todos podrían ser trasladados de un sitio a otro. El cambio local es fácil: en un minuto, uno puede pasar de una biblioteca -lugar en que se recoge la más alta sabiduría-, a un establo -donde lo más sublime es un desafinado rebuzno-. No habría mayor problema: sería cuestión de trasladarse, y basta. Es más, un Dios bueno debería trasladar a todos a ese sitio maravilloso; no sería bueno si dejase a alguno fuera. 
Sin embargo, si en lugar de trasladarse se trata de transformarse, si en vez de cambio de lugar se trata de cambio del modo de ser, la cosa no es tan fácil: para cambiar de forma de ser uno debe ser capaz de ese nuevo modo de ser. Y eso no se improvisa. Debemos ser capaces de la divinización. Eso exige, antes que nada: querer: Dios respeta a sus criaturas y, aunque nos ha creado para ser dioses, solo diviniza a quien quiere.


(...)


El cristiano entiende su existencia como un tiempo de ejercicio libre de purificación de sí mismo, como camino de capacitación para su divinización definitiva con Dios. 



Es decir, Dios no nos puede llevar al Cielo (que es lo mismo que salvarnos del Infierno) si nosotros no nos hemos preparado. Y esta preparación se realiza aquí, en esta vida, desde ya.
 
 


1 comentarios:

 

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