martes, 31 de julio de 2012

6 Mi primera vez

¿Qué se te viene a la cabeza cuando lees el título de esta entrada? No me lo digas: sexo. Y con mucha razón, porque la primera vez que se tiene sexo (a no ser que uno vaya muy borracho, que puede pasar) suele recordarse toda la vida. Para bien o para mal, claro. Marca un punto de inflexión en nuestra historia.

La primera vez de la que quiero hablarte hoy también marcó un punto de inflexión en mi vida, pero no se trata de sexo. Esta primera vez está grabada a fuego en mi corazón como el día en que volví a nacer.

Fue la primera vez que me confesé.

Tal vez deba agradecer el no haberlo hecho de niña. Que mi primera confesión fuera ya en mi etapa adulta, siendo plenamente consciente de todo lo que implicaba y llevando una mochila tan pesada a mis espaldas, fue brutal.

¿Has visto la película La Misión? (Si no lo has hecho, deja de leer y ponte a hacerlo: es muy buena). En ella, un hombre que ha matado a su hermano en una pelea se ata a la espalda una red cargada de objetos pesados, como penitencia voluntaria. Tras semanas arrastrando la carga a todas partes, llega a la misión que llevan los jesuitas. Uno de los indios, un niño, al verle atado a la carga y sufriendo, se acerca con un cuchillo y corta la cuerda. El hombre rompe a llorar de agradecimiento.

La primera confesión es algo así. Uno se acerca al sacerdote cargado de sombras, de remordimientos, de "ojalá hubiera hecho", y cuando menos te los esperas un niño corta la cuerda y eres libre... y uno quiere llorar y reír a la vez, y cuando sales a la calle, resplandeciente, la gente te mira y te sonríe.

Antes de ir a confesarme, pasé una semana entera con un bloc y un bolígrafo, apuntando todo el lastre que necesitaba soltar. Aquella tarde fui con mi cuaderno a la iglesia. No tenía ni idea de cómo actuar, qué decir o qué hacer. El sacerdote y yo nos sentamos en un banco de la iglesia y simplemente me dijo "Cuéntame". Entonces vino toda la hemorragia. Olvidé mis notas y hablé, y hablé, de todo aquello que me corroía el corazón. El sacerdote me sonreía, me escuchaba, de vez en cuando me ayudaba a seguir. Me costaba contener las lágrimas. Cuando terminé, puso su mano en mi cabeza. No recuerdo qué dijo: solo que todo el peso de tantos años ya no estaba. El Niño había cortado la cuerda. Y yo tenía otra oportunidad.



(Ahora que veo el vídeo, lo recordaba yo menos talludito al indio...).

6 comentarios:

  1. Buenas, de casualidad he empezado a leer tu blog y me acabo de dar cuenta de que me he leído del tirón todas las entradas, jejeje. Me ha gustado mucho. Y esta entrada... la confesión a mí a veces me abruma, ¿tanto me puede querer Dios como para considerarme Su hijo pródigo? Quiero decir... ¿a mí? ¿quererme tal y como soy? Eso sí que me impresiona. Muchos ánimos con el blog, :-)

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    Respuestas
    1. Sí que impresiona, pero esa sensación de salir limpito y reluciente... ¡no tiene precio!

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    2. ¡Pero qué maleducada soy! Muchas gracias por leerme y por los ánimos. ¡Un abrazo!

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  2. Impresionante testimonio. Gracias por compartirlo.
    Saludos.
    V. Clavero.

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  3. ¡Muchas gracias! Me alegro de que te haya gustado.

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